jueves, 24 de septiembre de 2015

El Cocay

En un terremoto, del que pocos saben sus secretos, los dioses bajaban a la Tierra; los hombres aún no se distanciaban de ellos, por lo que acudían, si se les invitaba, en rituales. Había uno que tenía todos los recursos para sanar de cualquier mal a los que se lo pidieran, fuese por calor o viento, por caída o herida, por edad o sentimiento. 
Los animales del monte convivían con él cuando buscaba la hoja o la flor para un emplasto o para masticarla o tomarla hervida en agua. Sus huellas se unían bajo los árboles, y en las cuevas los murciélagos batían sus alas para refrescarlo en los días de canículas. 
El Venerable Ser traía en el pecho,colgada de un hilo, una piedra verde, con cuya luz realizada las curaciones más delicadas. Una ocasión que había llovido durante horas,resbaló en un charco, y al caer, el hilo se reventó al atorarse en una rama. Y la piedra se perdió. Él no se dio cuenta sino hasta mucho tiempo después, cuando llegó a su morada en los acantilados del espejo de agua subterráneo. Regresó al monte y trató de recordar dónde había resbalado. No pudo establecer el sitio con precisión y empezó a examinar con cuidado los lugares por donde había pasado. La piedra era un pequeño jade y no emitía destellos más que en sus manos. Levantó una a una las hojas húmedas; fue infructuoso. Los animales,viéndole en tal apuro, le ayudaron. La vegetación estaba alta y tupida y no fue fácil. Un venado creyó encontrarla y la tomó, entusiasmado; luego vio que en el lugar había más y llamó al dios. 
El Venerable Ser le agradeció profundamente la ayuda, pero se sorprendió de que la piedra no fuese verde, sino ¡roja! Y las demás también. No era común que los venados confundieran los colores, pero éste padecía un mal que el dios se aprestó a corregir. Sin embargo,para completar su trabajo era indispensable la piedra. 
Las liebres eran tan veloces que no buscaban con detenimiento; las alas de las aves se enredaban en los bejucales y varias plumas quedaron atoradas en los abrojos. El jaguar, soñoliento, se dio por vencido. Los monos se distraían y no lograban hallar nada. Las culebras también contribuyeron, pero asustaban a los roedores, que temiendo algún exabrupto de los reptiles, mejor se escondían. Y llegó la noche.

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